SINOPSIS: Mientras realiza
prácticas de tiro con su escopeta, el capitán Thorndike, un súbdito inglés,
encuentra de forma casual en su punto de mira la figura de Adolf Hitler. Si
bien su subconsciente le dicta no perder semejante oportunidad de oro para
asesinar al lider nacionalsocialista, el propósito real de Thorndike es evitar
cualquier situación que comprometa su vida. Pero antes de abandonar la zona
boscosa donde se encuentra semiescondido, un grupo de nazis que custodian la
residencia donde se aloja temporalmente Hitler lo apresan para posteriormente
interrogarle empleando prácticas de tortura. A raíz de un descuido de los
oficiales que lo vigilan, Thorndike emprende una larga huida que le llevará
clandestinamente en barco hasta la costa inglesa. El pequeño polizón Vaner le
resultará de suma ayuda para pasar inadvertido en la bodega del barco. Pero
durante su estancia en suelo británico, Thorndike no puede evitar desconfiar de
cualquier individuo, sabedor que detrás de una aparente imagen de leal
compatriota se puede ocultar un agente secreto nazi.
COMENTARIO: Al estallar la Segunda Guerra
Mundial pocos fueron los films norteamericanos que abogaron por la
participación activa de los Estados Unidos en un conflicto a escala mundial que
duraría algo más de un lustro. Identificado el enemigo cabía, pues, lanzar un
mensaje propagandístico a través del cine pero sin que perdiera comba el
sentido del espectáculo, del entretenimiento para con los espectadores de una
nación que empezaba a levantar el vuelo tras los estragos sociales y económicos
que había causado la Gran Depresión. Esa tímida ofensiva, en forma de
avanzadilla para combatir al enemigo desde las trincheras del celuloide,
llegaría merced a un puñado de producciones acogidas, entre otras compañías,
por la Warner —Confessions of a Nazi Spy (1939), El sargento York
(1941)—, la Metro —The Mortal Storm (1940)—, la Walter Wanger
Productions —Enviado especial (1941), la segunda película americana de
Alfred Hitchcock— y la Fox —Un americano en la RAF (1940), Manhunt
(1941)—. De esta última, la censura franquista se encargaría de impedir su
estreno en las salas comerciales españolas, teniendo como consecuencia
directa el desconocimiento por parte incluso de un público cinéfilo seguidor de
las andanzas de su realizador, Fritz Lang.
Contados pases en
filmotecas, en atención a algún que otro tributo al cineasta germano, o por
aisladas emisiones en la pequeña pantalla no bastarían para que Manhunt
se alineara entre aquellas obras de verdadero empaque de la filmografía de Lang
en su etapa norteamericana. Cumplido el setenta aniversario de su estreno
internacional, por fin podemos disfrutar de su edición en formato digital,
llenando un hueco indispensable para configurar el particular cosmos
cinematográfico de su realizador, en que no faltan dos de las patas que
sustentan su discurso crítico: el hombre enfrentado a una maquinaria de poder
que debe superar un tortuoso y largo proceso de aprendizaje/asimilación;
y las organizaciones secretas que actúan a la manera de contrapoder o apéndice
de una institución gubernamental. Pese a que la novela Rogue Male (1939)
que sirve de base argumental a Manhunt no contiene alusión alguna a los
nazis —el «enemigo» se formula en abstracto—, Fritz Lang identificaría a esa
«sociedad Mabuse» a batir como la nazi, capaz de alimentar una
persecución sin cuartel, a la caza y captura de Alan Thorndike (excelente
Walter Pidgeon) después de haber tratado de atentar contra Adolf Hitler. Pero,
como buena parte del cine de Lang, los mecanismos que confieren entidad propia
a su corpus fílmico se rigen preferentemente por lo
sugestivo de una imagen que saca a relucir infinidad de matices
psicológicos de los personajes inscritos en la trama. De ahí que el arranque de
Man Hunt manifieste un pensamiento que se corrige sobre otro; la ilusión
se solapa con la decisión… de acabar con la vida del Führer. Solo el
azar llevará a Thorndike a ver frustrados sus deseos —oportunamente, Paul M.
Jensen señala en su monografía sobre Lang (1) los paralelismos
existentes entre la secuencia de obertura de Manhunt con una localizada
en Los Nibelungos: La muerte de Sigfrido (1922)— y con ello el
cumplimiento de un auténtico via crucis hasta volver sobre un similar punto
de partida, pero con una perspectiva renovada.
Necesariamente y aún
más tratándose de una historia articulada para predisponer a la población
autóctona en contra del avance inexorable del ejército alemán, Manhunt promueve
desde el primer fotograma la idea de la identificación del espectador para con
el personaje de Thorndike. El guión de Dudley Nichols pensado inicialmente para
que lo tradujera en imágenes John Ford, se orienta para reforzar esta
perspectiva, confiriéndole al capitán británico un aire paternalista, unido a
un sentimiento de «camaradería», en relación a Vaner (Roddy McDowall) —en
la novela el subalterno del barco no es el adolescente que vemos en pantalla
sino una persona de mediana edad—, y mostrando su vena romántica en correspondencia
a los estímulos amorosos que provienen del personaje de la prostituta Jerry
Stokes (Joan Bennett), la «encubridora» del Capitán al arribar al puerto de
Londres. Ensamblados con precisión los mecanismos psicológicos que operan en Manhunt,
a Nichols —en concordancia con el pensamiento de Lang— le restaba desplazar
uno de los tramos intermedios de la novela de Geoffrey Household, el que
tiene lugar en el suburbano londinense, situándolo a modo de clímax. Allí
el film se exhibe como un tratado de primera mano sobre la sutileza, el
cuidado por el detalle. Una planificación, en suma, poseedora de una
pluscuamperfecta orquestación de planos para su desarrollo final, en que se nos
muestra al Lang más cercano a la obra de Carol Reed, algo que ya habíamos podido
advertir en secuencias anteriores con esa capital inglesa en horario nocturno
en que las luces de las farolas se reflejan en los charcos de agua mientras el
adversario de Thorndike, el Sr. Jones (John Carradine), se encuentra al
acecho. Una amenaza en la sombra de la que no nos desprendemos hasta una suerte
de epílogo que tiene un tanto de imposición de la época —el código Hays se
afianzaba en calidad de ente censor y/o «regulador» del mercado—. Un «mal»
menor, en todo caso, para un film que Lang se apremió a montar a escondidas
—con la «complicidad» del editor Allen McNeil— de la propia productora,
sabiéndose que su prestigio hubiera quedado un tanto en entredicho de haber
encadenado tres films para la Fox —los westerns La venganza de Frank James
(1940) y Espíritu de conquista (1941) le precedieron— «desnaturalizados»
en sus contenidos críticos ya sea por su adscripción genérica o por sus
servidumbres a las producciones de cariz propagandístico.
Afortunadamente, El hombre atrapado sortearía con (elevada) nota
las trampas dispuestas sobre el camino de su (pre)producción.
Christian Aguilera
(1) Fritz
Lang de Paul M. Jensen. Ediciones JC. Madrid, 1990.