SINOPSIS: En los almacenes Fountaine tiene lugar un enfrentamiento
entre el oficial de policía Cal Bruner y un delincuente. Después de producirse
un fuego cruzado, el malhechor recibe el impacto de una bala que acaba con su
vida. A la mañana siguiente, Cal ofrece su versión de los hechos y, acto
seguido, es liberado de cualquier imputación por tratarse de un caso de defensa
propia. A petición del director de la comisaría, el Sr. Lubin, Cal y su
compañero Jack Farnham —que acaba de tener un bebé, del que cuida durante el
día su esposa Bridget— se encargan de investigar el negocio que se esconde en
los almacenes Fountaine. La primera pista lleva a la pareja de policías al
Emerald Club, un local nocturno situado en Sycamure Avenue, en Hollywood. El
camarero que les atiende, Marvin, les informa que en una de las mesas se
encuentra la persona a la que buscan: una vedette llamada Lilli
Marlowe.
COMENTARIO:
En apenas un lustro Ida Lupino llegó a rodar cuatro largometrajes, pero sin
descuidar su actividad en calidad de intérprete. Adelantada a su tiempo,
vislumbró la posibilidad de ejercer un control sobre su propia obra creando su
propia compañía productora, The Filmmakers. Para ello se asoció con Collier
Young con el que asimismo formalizó un “contrato” matrimonial. Este último duró
poco más de tres años, pero aun así el distanciamiento sentimental no afectó al
ámbito laboral ya que Young y Lupino siguieron adelante con la propuesta The
Filmmakers, esto es, desarrollar proyectos inscritos en la serie B, preferentemente dentro del género noir, allí donde brillaba con luz propia
la menuda actriz. Para el proyecto de Private
Hell 36 (1954) Lupino hubiera podido optar por repetir la experiencia de
trabajo de The Bigamist (1953)
asumiendo un triple cometido profesional —realizadora, coguionista y
coprotagonista—, pero prefirió ceder la silla del directed by a Don Siegel, de quien se empezaba a hablar en
determinados círculos de su pericia a la hora de armar B Movies —El gran robo
(1949) y Count the Hours! (1953)— con
una encomiable capacidad de síntesis. En realidad, ese perfil de director era
lo que precisaban Collier Young e Ida Lupino para adecuarse a un presupuesto
ajustado y a un calendario de rodaje pautado en dos semanas, que incluían
escenas en exteriores, como el del accidente automovilístico que sirve al
detective Carl Bruner (Steve Cochran) para aprovechar la oportunidad brindada y
sustraer de una caja de caudales abierta un montante de ochenta mil dólares, a
repartir con su colega Jack Farnham (Howard Duff, a la sazón tercer marido de
Lupino). Todo ello permite filtrar un mecanismo psicológico por el que el
espectador atiende al diferente posicionamiento moral sustanciado entre Carl y
Jack, clave para interpretar el desenlace que tiene lugar en una zona de
aparcamiento de autocaravanas a la que hace referencia el título original del
film.
Inédita en salas comerciales de nuestro país —al igual que el grueso de las producciones adminitradas tras las cámaras por
Siegel antes de filmar la seminal La
invasión de los ladrones de cuerpos (1956)—, Private Hell 36 tantea el territorio de los police procedural pero más bien representa un título para ser
observado por el aficionado conforme a apuntes de futuras piezas articuladas
tras las cámaras por el cineasta oriundo de Illinois. Así pues, la persecución
automovilística que desemboca en un accidente al caer la noche sirve de boceto
para marcar el camino de la habilidad de Siegel para con este tipo de
secuencias —léase The Lineup (1958), Al borde de la eternidad (1959) o La gran estafa (1973), entre otras—, o
bien el esbozo de un personaje como el encarnado por Cochran —mujeriego,
avaricioso, pendenciero y plegado a su oficio, en contraposición al perfil que
da el compuesto de una sola pieza por Duff (casada por una mujer que toma los
rasgos de Dorothy Malone)— que marcará la pauta de comportamiento de futuros “antihéroes”
que pueblan la filmografía de Siegel en los años sesenta y setenta. Por su
parte, Ida Lupino tuvo en Private Hell 36
otra piedra de toque para exhibir sus cualidades como cantante, profesión
recurrente entre las femme fatales y
las spider woman de los años de esplendor
del noir. En el personaje de Lilli
Marlowe —toda una ironía de apellido, a modo de private joke de la pareja de guionista, que asimimo lo habían sido
en la vida real— no se reconoce cada una de las características que distinguen
a las femme fatales, pero ella sí es la
causante para que Carl trate de dar un giro de ciento ochenta grados a su vida,
elucubrando un plan de huída con destino a México, allí donde pasar el resto de
los años gracias al dinero sustraído en el accidente de marras, ante la mirada “cómplice”
de Jack. Sueños que acaban desvaneciéndose por imperativos por ese código de
moralidad que regía en la industria cinematográfica estadounidense, en que el
Sistema castigaba a aquellas ovejas negras de un cuerpo como el policial.
Christian
Aguilera
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